Sonó el despertador cuando todavía no había amanecido. Ella lo dejó sonar, cada vez más alto, mientras metía la cabeza bajo la almohada. Muchos le preguntaban porqué tenía almohada si no dormía con ella. Precisamente para eso; enterrarse en el mundo de los sueños cuando el trabajo le llamaba desde la mesilla y el sol le intentaba arrastrar fuera de la cama.
Minutos después, el despertador se cansó de gritar desesperado y el pequeño animal salvaje salió de su escondite con el pelo enmarañado y los ojos todavía cerrados. Se dirigió sin pensar a la ducha, sin abrir los ojos más que lo necesario. Ni el agua fria consiguió despejarla lo suficiente.
Ya en la cocina, con los pies mojados y bien envuelta en un albornoz rojo, preparó una gran taza de café, que bebió a sorbos y sin azúcar. Pero ni el café consiguió despejarla lo suficiente. Arrastrando los pies volvió a su habitación donde se quitó el albornoz y, completamente desnuda, volvió a meterse en la cama.
Aquel día no estaba para nadie, ni siquiera para ella misma. No era capaz de enfrentarse a ningún pensamiento racional, sólo quería cerrar los ojos y olvidar todo. Como un animal herido, vulnerable, cansado de luchar por aquello que quiere sin obtener resultado.
-Si todas las batallas perdidas acabaran en la cama, perdería todas- fue su único pensamiento antes de volver al sueño del que quizá todavía no había salido.