Sale con prisa de casa. Es por la mañana, aunque bien podría decirse que es de noche, ya que todavía no ha amanecido. Lo que más le cuesta de madrugar es el frio de la mañana. El tacto helado del suelo tras la calidez de su cama. Ese frio que se pega en sus talones y anida en su alma.
Es un día cualquiera, pero se siente extraña. El tiempo pasa más despacio y el metro va siempre demasiado lento... Siente pereza, pereza por empezar su monótono pero exigente día, pereza por resignarse a hacer lo establecido, por tener que hacer callar sus pensamientos, por tener que adoptar unas ideas que no son suyas, por no poder sentarse a ver amanecer... Cierra los ojos y suspira dulcemente, como el que intenta ver las estrellas en una noche de tormenta.
Las horas de concentración hacen mella en su espíritu, convirtiendo su animosa sonrisa en apenas una mueca forzada. Va de un sitio para otro, sin parar un segundo, intentando ser lo más eficiente posible para pronto terminar su jornada. Se mueve por el metro como poco más que un autómata, por esa red de túneles tan llenos de gente y movimiento que más parece un enorme hormiguero que un medio de transporte. Los trenes estan tan llenos que nunca encuentra asientos donde descansar su alma, pero dormita de pie con los ojos cerrados, aprovechando lo largo de sus trayectos.
Arrastra los pies hasta su casa. Ya atardece y el viento frio que se levanta sacude su cabello haciendo que algún rebelde mechón escape del recogido desigual con el que se ata el pelo [...]
Cansancio, cómo desearíamos a veces que no nos afectara, pero qué bien se duerme con él...